Las patrias y las banderas
Santiago
Delgado
Las patrias y las banderas no son un mal
invento. Tampoco Dios es un mal invento. Y en nombre de ellos se ha matado y
torturado. Tampoco las ideologías son un mal invento. Y ellas, pese a su
juventud histórica, compiten en maldad con las patrias, con las banderas y con el
nombre de Dios. El mal invento es el fanatismo. El haber leído un solo libro. O
subordinar todos los demás libros a uno primigenio, que no precisa de ser
divino, sino divinizado por el mal lector, para provocar el espanto. En particular, las patrias y las
banderas han generado un hijo patológico: el nacionalismo. A la patria y a la
bandera las humaniza la democracia. Los demoniza la masa, el abuso de su utilización,
y el falso sentimiento colectivo que anula a la persona y la gregariza.
Nunca
secundaré el fácil mensaje que desdice de la patria y la bandera. Como tampoco
bendigo la multitud de banderas y cánticos de guerra, o cánticos festivos
usados como himnos bélicos. La bandera está bien en los edificios públicos, y
en los desfiles amparados por la democracia. Incluso me desagrada la bandera
usada en el ámbito deportivo. Pues siempre -siempre- cae en el exceso. La
bandera no es arma ofensiva. Lo es identitaria; pero si se exagera pasa a ser elemento
de agresión.
Cuando
llega la democracia, las banderas y las patrias se deben retirar al digno, y
venerado, salón de lo oficial. Y recibir el culto cívico imprescindible,
omnipresente, de la nación. Y aquí se nos cuela la bicha: la nación. Nación,
patria y bandera. La nación no es una lengua, ni una raza, ni un territorio, ni
un conjunto de tópicos históricos, de tipo bélico, sobre todo. La nación, hoy,
es sentirse parte de una comunidad democrática con ambición universal. Y es también
una aversión a las fronteras, una apetencia por derribarlas, como final de una
evolución firme y justa. Derribarlas como consecuencia de sucesos cuyo tiempo
excede el plazo de la vida humana. Y es, por último, un sentirse universal.
La
nación, en su concepto hodierno, no excluye a nadie. No busca fronteras nuevas.
No admite banderas nuevas. Busca expandirse hacia delante, ansiando hermanarse,
sin excesos, con la Humanidad. La Historia dejó atrás conceptos medievales de
nación. Desde el XVIII, la palabra nación viene siendo sustituida por el
concepto de Estado. Pero aún no lo ha logrado.
Las
relaciones económicas son fundamentales para dejar atrás el concepto decimonónico
de nación. La imbricación que supone el mercado universal, o continental cuando
menos, ha hecho bastante por el derribo de las sacrosantas fronteras, incluso
teológicas, que heredamos de la Baja Edad Media. La denostada economía –“asunto
de mercaderes”, se decía despectivamente por las consignas internacionalistas del
estado Único- ha sido pionera de la felicidad humana de superar naciones,
patrias y banderas, entendidas a la antigua usanza. La CECA, génesis de la
Unión Europea actual, se formó para unir a Francia y Alemania, enemigas
seculares, en dar servicio, rentable, a un mercado compartido del carbón y del
acero, de manera que las alianzas económicas abrieran paso a la paz. Fue
posible por la democracia, que redimió a las banderas, a las patrias y a las
naciones de su entendimiento decimonónico.
Por
todo esto, yo no desdigo de las patrias, ni de las banderas, ni de las
naciones. Deploro el abuso de esos conceptos y materialidades de ellos
surgidas; esto es, banderas, fronteras, lenguas identitarias y excluyentes,
propias de hace dos siglos. Y me sumo a la consideración humanizada de todos
esos conceptos, que nos dan pies, sujetos al suelo, para no emborracharnos de cierto
tipo de universalidad vacua, llena de razones etéreas. Naciones, banderas y
patrias, en su sitio, son imprescindibles. Sacadas de contexto, son infernales.
Demagogia es denostarlas con sarcásticas ínfulas de supremacía histórica e
intelectual. Error, enarbolarlas en multitud señalando diferencias contra las
alternativas. Lo importante: pensar y saber a la Democracia por encima de
patria, nación y bandera.
Y,
¿por qué no?, me mojo en el tema catalán. Cataluña perdió el tren de
convertirse en nación-estado. Vendió esa posible condición porque prefirió,
inteligentemente, gobernar -junto con el País Vasco- la producción económica
española. Una decisión que la hizo rica. Y triunfó en dicho cometido. Los
intentos de recuperar esa vía de ser estado-nación chocan con la mayoría de sus
habitantes, mayoría no traducida en el parlamento debido a los abusivos
algoritmos de la Ley D’Hont. Y chocan con la electa voluntad de sus antepasados
de ser cabeza económica de España, a ser Culo de Francia (con perdón) o a ser
débil nación independiente, rodeada de aranceles por todas partes. El abuso de
las identidades nacionales -muchas inventadas- ha promovido en Cataluña una importante
minoría, que no por ser más activa debe tener más poder que la mayoría. Una
importante minoría lograda por métodos espurios, como el adoctrinamiento en las
aulas, el monopolio de tv. y una prensa controlada ideológica y económicamente.
Sin todos esos ingredientes, el suflé nacionalista catalán descendería a la
mitad: un porcentaje residual de desfasados históricos, sumergido de lleno en
el bucle melancólico del nacionalismo.
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